Final de Nietzsche: Las cartas de la madre de Nietzsche a Overbeck.1937.




MATER DOLOROSA

Las cartas de la madre de Nietzsche a Overbeck.1937.



Y de repente, la terrible noticia desde Basilea, en
enero de 1889: ella debía acudir en seguida. Overbeck,
el único amigo seguro y de la confianza especial
de ella como profesor de teología, acaba de traer
desde Turín al hombre mentalmente enfermo: quiere
entregárselo a ella, sólo a ella, que es la madre del
enloquecido, para que lo lleve a la tumba viviente, a
un instituto de lunáticos. Escenas horribles que uno
se niega a reproducir, se desarrollan durante el encuentro,
que para el enfermo de la mente ya no es
un reconocer. Hundido en un sueño artificial con
una elevada dosis de cloral y, además, en compañía
de un médico y de un enfermero, se carga al enfermo
Nietzsche en unión de su madre en un coche
ferroviario y allí comienza su viaje hacia la última
noche, la eterna noche y comienza también la información
de la madre en las cartas a Overbeck, que
son uno de los documentos más estremecedores de
la historia del espíritu.

Terrible el viaje -un estallido de furia del demente
contra la madre, que debe ponerse a salvo en
otro compartimiento del tren-, terrible el traslado al
manicomio, donde el mayor genio del siglo es encerrado
en una celda por cinco marcos diarios. Para
los médicos no es ciertamente tal genio, sino un
simple caso de paranoia con la anotación entre paréntesis
"incurable"; el director del establecimiento,
a quien se quiere demostrar la importancia de
Nietzsche, rehusa en seguida leer sus obras, "ellos
tienen tan poco tiempo para libros de literatura";
pocos días después, se muestra a los estudiantes de
un curso un profesor Nietzsche como ejemplo magistral
de paranoia, sin que uno solo saltara asustado
al oír el nombre de "Nietzsche" -que entonces era
tan desconocido todavía que la Enciclopedia no contiene su nombre-.

Hacen andar al paciente hacia arriba y hacia abajo, y como
no lo hace bastante erguido-para revelar los síntomas-,
el profesor se ríe de él: "Un viejo soldado como usted debe saber
marchar decorosamente". Y también se ríe de él, de
esta larva del espíritu máximo de nuestra época, el
loquero; le acaricia buenamente los espesos bigotes,
le golpea en el hombro y abraza alegremente al
hombre que cuando estaba sano, consideraba demasiado
íntimo e importuno el más leve contacto. Como
en "Albatros", de Baudelaire, el que antes volaba
libre y magnífico por el éter y ahora tiene las alas
cortadas, se convirtió en mofa para los chicos y en
grosera diversión para los loqueros. ("Se me arrastra
a veces por la cabeza", dice en su jerga sajona al
bondadoso compañero de cuarto.)

"Incurable" y "debe quedar internado toda la vida",
dijeron los médicos. Pero alguien no lo quiere
creer; la mujer emotivamente simple, emotivamente
esperanzada, emotivamente delicada; su madre.
"Sólo me atormentó constantemente la idea de que
los médicos tal vez no comprendían exactamente la
enfermedad de mi hijo". ¿Qué son para ella estas
terribles y extrañas palabras, estos diagnósticos? No,
ella no cree, porque no quiere creerlo, que su hijo,
el Fritz de su corazón, esté loco. Sólo que trabajó demasiado
este "hijo de su alma", y sanaría pronto, si
ella, la madre, pudiera cuidarlo en su casa. Los médicos
titubean, vacilan mucho tiempo. Dejar en manos
de una débil y anciana mujer a un enfermo
mental que a veces sufre terribles ataques de furia -el
mismo Peter Gast teme que Nietzsche "pueda derribar
y aun asesinar a su madre durante esos ataques"-,
sin cuidadores, sin medidas de precaución,
parece absurdo. Pero la madre no ceja, no teme el
peligro, se curva bajo la cruz que le ha sido impuesta
y, finalmente, a comienzos de 1891, los médicos
dan de alta -exigiendo un documento que los
dispense de toda responsabilidad- a ese ser un poco
más tranquilo, pero aun no curado por completo.
Desde ese momento, la madre es la única persona
que le cuida.

Y desde ese momento se ve a una anciana que de
vez en cuando lleva por las calles y en largos paseos
al enfermo, como si llevara a un enorme oso muy
torpe. Para entretenerlo le recita sin interrupción
poesías, que él escucha estúpidamente; le hace esquivar
con habilidad a la gente, que los observa curiosa;
y a los caballos que lo asustan. ("No tiemblo a
los caballos", dice siempre en lugar de: "No amo a enfermo",
tremendas palabras a través de las nubes de la locura,
como cuando dice: "Estoy muerto porque soy tonto" o,
sacudiendo salvajemente la melena:
"Sumariamente muerto".

Todo esto comunica la madre al amigo en forma
estremecedora. Es sincera en su sencilla narración,
pero se siente que la tan sufrida mujer callase lo más
amargo; que trata de imaginar ilusionada, para sí
misma y para los amigos, que el verdadero estado de
Nietzsche es más claro y curable; se siente que pasa
de prisa por encima de sus estallidos de furia (cuando
grita y "¡con qué voz!"), para contar del "buen
hijo" cuyas "queridas facciones" tienen un aspecto
"sumamente divertido, del todo pícaro". Y sólo en
sus ahogados suspiros se adivina la enorme carga
que la madre se ha impuesto, para cuidar sola a un
enfermo con quien no se puede contar, para vigilarlo,
lavarlo, darle de comer, vestirlo, todo ella sola
sin ayuda alguna, entreteniéndole las doce horas largas,
y luego, en lugar de descansar mientras él
duerme, cuidar de la casa..., sacrificando un año,
dos, cinco de su vida al delirio de su curación, sin
una hora de libertad, sin descanso, sin pausa. "¡Oh
queridos, nadie puede sospechar siquiera lo que yo
sufro!", suspira a veces. Pero siempre se advierte a sí
misma: "Hay que tener paciencia y confiar en la gracia
y la misericordia de Dios".

Pero, al final, tampoco esta alma devota que cree
en el milagro puede engañarse por más tiempo y renuncia
a la ilusión tan largamente acariciada de que
su hijo, el "Fritz de su corazón", pueda volver a ser
un día un hombre sano, despierto, normal de espíritu.
Resignada, confiesa que "su mal será siempre
para mí un misterio". Sigue cumpliendo fielmente su
deber cotidiano, lo alimenta con emparedados de
jamón y le acaricia las mejillas. Pero las fuerzas de
Nietzsche siguen decayendo. Está cada día más cansado.
Los paseos no le atraen ya, está tendido en silencio
en su sillón de enfermo, dirigiendo los ojos
vacíos bajo los párpados ya pesados, con fatigoso
esfuerzo, hacia las personas que entran en su cuarto.
Cesan las explosiones de furor; el cráter ha terminado
de arder. Apáticamente se sienta o se tiende en el
mirador; "en todo un mes apenas pronuncia una
sola frase, físicamente contrahecho, un espectáculo
que hace llorar". Pero, evidentemente, nada siente
ya, ni la felicidad ni la desdicha; de modo espantoso
está en "el más allá de todo". Pierde paulatinamente
toda facultad de distinguir; progresa en forma terrible
la disolución, "hasta del concepto de la propia
persona". "Contempla largamente sus manos con la
expresión de quien cree que no le pertenecen y luego,
generalmente, las mete en los bolsillos del pantalón,
cosa que antes nunca hacía. En esos casos, le
hago colocar las manos sobre la mesa, aunque se
resiste convulsamente, se las acaricio y le hago
comprender que son sus manos, la derecha y la izquierda".

Es en vano que la fama lo busque, que
vengan extranjeros a Naumburg en peregrinación,
que los amigos que en vida le desconocieron, lo visiten
ahora... Es demasiado tarde. No reconoce ya a
nadie; como un león moribundo, tremendo y grandioso,
mira fijamente con los ojos que estallan, a
amigos y parientes. Y un destino generoso evitó a la
madre la pena de ver, de seguir viendo el final, lo
más terrible: cómo esta inmóvil figura, cadáver viviente,
yace allí en la casa años y más años, hasta
que finalmente el corazón deja de latir en el cuerpo,
que también va tornándose rígido.

Estremecedora tragedia: un cerebro de la más
luminosa claridad, la más asombrosa plenitud del
saber, unida a la más alta expresión idiomática... y
un bacilo infinitesimal, que roe, asesinándolo, a este
ser único, aniquilando en bestial insensibilidad la
más radiosa clarividencia que ayer todavía fue energía creadora:
enigma y misterio que no sólo esta
suave y sencilla mujer fue incapaz de resolver y develar,
sino que también nosotros contemplamos con
horror y sin comprender. Pero es admirable cómo
ella, que se encuentra confusa, ignara ante lo inexplicable,
que sigue con energía inagotable, madre
heroica, cumpliendo fiel y sacrificada su inútil obra,
espera obrar el milagro por el amor y la humildad;
este heroísmo del amor, no menos poderoso que el
valor espiritual del gran rebelde, se conoce ahora
indiscutiblemente, por primera vez, en sus cartas. El
gesto impremeditado es siempre el más bello y el
más humano; justamente de lo simple, de lo natural
y realmente verdadero, brotan las emociones más
puras, y así, por estas anotaciones de una mujer sencilla,
sabemos más que por todos los documentos
clínicos y las disertaciones cultas acerca de la caída y
la pérdida de este gran espíritu de la pasada generación.
Precisamente aquella que menos comprendió
tal vez sus obras, la madre piadosa, retirada del
mundo y ajena a todo eso, lo describió mejor -
milagro del poder del amor- en su verdadera esencia.

Comentarios

Entradas populares